1 de abril de 2011

El olor de la muerte

Nota: este artículo es tomado de la revista Proceso, de México













GIAMPAOLO VISETTI
Giampaolo Visetti es un periodista italiano nacido en 1965.


Mientras la atención mundial se centra en la central nuclear de Fukushima, entre 500 mil y 600 mil víctimas del terremoto y del tsunami que devastaron la región nororiental de Japón intentan sobrevivir en medio de escombros, aisladas del mundo y aquejadas por el hambre y el frío. Giampaolo Visetti, enviado del diario italiano La Republica, fue uno de los primeros reporteros en llegar a la zona. A continuación, el relato de su estadía en Miyagi publicado por ese periódico en su edición del martes 15 y con cuya autorización lo reproduce Proceso.



MIYAGI, JAPÓN.- Hasta el 15 de marzo nadie había podido llegar a este lugar. Bastó con el derrumbe de un puente, ubicado dos kilómetros tierra adentro, para que Onagawacho quedara aislado del mundo. Montones de desechos infranqueables que flotan en lodo impiden que los socorristas alcancen esta pequeña ciudad que el viernes 11, Japón pareció borrar de su mapa.

Un poco más lejos, en Onagawa, la central nuclear escapó a la ola del tsunami que pasó a 200 metros. Los soldados amontonan ahora bolsas llenas de arena alrededor de las construcciones que protegen a los reactores apagados. Fue gracias al aterrizaje fortuito de un helicóptero que se descubrió en ese lugar a 6 mil personas abandonadas desde hacía cinco días. Estaban en una colina cercada por el lodo y el océano.

La mitad de la población desapareció en el mar. Desde el 11 de marzo a las 14:46 horas, los sobrevivientes dejaron de comer y resistieron temperaturas muy bajas haciendo hogueras con ramas de árboles y techos de sus casas. Compartieron el agua recuperada de una tienda derrumbada, pero centenares de personas están deshidratadas, agobiadas por el frío, el sueño y el terror. En el alba murieron dos viejitos por falta de medicinas que les eran indispensables. No tuvieron suficientes fuerzas para subir la muralla de desechos y pedir auxilio. Decenas de niños abrigados con ropa de adultos presentan síntomas de sideración (depresión profunda).

Todos los sobrevivientes están unidos por la misma realidad: perdieron a alguno de sus familiares en el lodo que se extiende a sus pies y sobre el cual no se atreven a caminar. En la ciudad, dejada sin ayuda, símbolo de la destrucción que convirtió a la prefectura de Miyagi en un vertedero pestilente, aparece de manera cruda la tragedia de una nación que parece incapaz de reaccionar ante la peor catástrofe que enfrenta desde la Segunda Guerra mundial.

Pesadilla

Tres veces gritó el piloto del helicóptero: “¿Hay alguien vivo?”. En el fango, en medio de los reptiles, nada se movía: era como si todo el mundo hubiera muerto en Onagawacho.

Finalmente grupos de sobrevivientes, incapaces de hablar, salieron del monte. Señalaron la colina con el dedo. Tenían los ojos cerrados. Se sentaron en coches revolcados a esperar ayuda. La imposibilidad de ser salvados por los hombres después de haberse librado de las garras de la naturaleza es la pesadilla que trastorna a los 600 mil sobrevivientes del temblor de la región de Tohoku, el epicentro. Están a solamente una hora de vuelo de Tokio, pero como la tierra sigue temblando sin parar, se sienten entrampados para siempre entre playas que vomitan cuerpos y la central de Fukushima, un poco más al sur, que eructa gases radiactivos.

Nadie hubiera podido imaginar que en Japón, campeón de la tecnología de punta, tantos días después del primer terremoto el sistema de auxilio de emergencia se revelara tan arcaico, lento e inadecuado. En ra tan arcaico, lento e inadecuado. En las prefecturas desorganizadas no hay electricidad, no funciona el teléfono en los centros neurálgicos, las carreteras y las vías de los ferrocarriles están cortadas o sólo reservadas para los vehículos que traen ayuda. Se distribuye combustible a cuentagotas.

Sesenta mil personas desplazadas carecen de agua, comida, ropa, medicinas. recen de agua, comida, ropa, medicinas. Están expuestas en el final de un invierno en el que llueve, cae nieve y cuya temperatura es de cuatro grados bajo cero. Viven en infinitos desiertos formados por pantanos en los que sólo se ven vestigios de edificios derrumbados. Detienen los convoyes que traen bienes de primera necesidad.

A lo largo de los 300 kilómetros de la costa nororiental de Honshu sólo uno de cada tres sobrevivientes había recibido una ayuda mínima para no morir. Se necesitarían un millón de raciones de comida y un millón de litros de agua por día para evitar otro desastre. Sólo llegan 200 mil. Los pobladores empiezan a tener una sospecha espantosa. Tienen miedo de que las autoridades envíen mucho menos socorristas que los 100 mil oficialmente anunciados para no exponerlos a las radiaciones; tienen miedo de que los bulldozer y los camiones –indispensables para empezar a sacar los escombros, reparar los depósitos de agua, algunas líneas eléctricas y tuberías de gas– se demoren en llegar por temor a ser aniquilados por otro tsunami.

En las prefecturas de Miyagi e Iwate lo que hace falta sobre todo son ataúdes y bolsas para mover a los cadáveres. Se necesitarían miles, quizás decenas de miles. En el gimnasio de Minammi-Sanrikucho, una ciudad borrada del mapa en la que durante cinco días sólo se encontró a un sobreviviente, mil cuerpos están alineados debajo de una carpa. Están cubiertos con hojas de periódicos. En Matsushima hay sólo un crematorio que alcanza a incinerar 28 cuerpos por día. Pero hay 600 cadáveres. La morgue no está refrigerada. Entonces gente piadosa moja los cuerpos con agua de mar y los cubre con lodo para atrasar su descomposición. “Pido a todo Japón y a los países extranjeros que nos manden ataúdes para nuestros queridos muertos”, dice Yoshiro Murai, gobernador de Miyagi.

El dolor

Para tener idea del dolor profundo al que de pronto los seres humanos pueden ser condenados es, sin embargo, preciso llegar a Somo, 100 kilómetros al sur de Sendai. De los 38 mil habitantes sólo se salvaron 14 mil. Las aguas se tragaron la tercera parte de la ciudad. La playa es negra, totalmente cubierta por el petróleo que sigue derramándose de centenares de navíos que naufragaron en la costa. Sobrevivientes cavan fosas comunes

provisionales en la arena. Ahí colocan los cadáveres que no pueden enterrar. Los cubren con una capa de 10 centímetros de lodo. Señalan la presencia de cada cuerpo con una rama hundida en la fosa y amarran a cada rama una hoja de papel en la que describen al difunto. El olor es inolvidable, pero ya no lo perciben los que aquí viven y que tienen la esperanza de encontrar a alguno de sus familiares. El viernes 11, Katsuma Ishihara manejaba el autobús que iba a Yamada. Vio cómo la ola gigantesca pasaba por la orilla de la carretera. Llamó en vano a los suyos con su teléfono celular. Después de un kilómetro detuvo el autobús. Dijo: “Pido disculpas a los pasajeros, pero aquí estaba mi casa con mi familia adentro. Ya no está”.

En los alrededores es el caos. Entre Miyako y Kesen-Numa miles de personas viven en las colinas. Desde el 11 de marzo huyeron caminando o por cualquier medio hacia el norte para protegerse de la nube tóxica de la central de Fukushima. Los refugiados de Futabamachi invaden los centros de socorro que abrieron las prefecturas de Miyagi e Iwate, pero los damnificados locales los rechazan porque temen ser contaminados por personas que estuvieron expuestas a la radiación.

Quizás es sólo el principio de la hecatombe de Honshu. Los militares que acaban de llegar a Ishinomaki piensan que la alarma atómica que se acaba de lanzar busca en realidad impedir que la nación se entere de todas estas vidas perdidas. Las dos terceras partes de la ciudad están cubiertas por una densa y extraña crema color café. Uno rema entre los techos. En el segundo piso de los edificios que no se derrumbaron se ven los brazos de personas que intentaron echarse al vacío, que en realidad era líquido.

Hirumi Memoto se sentó en una de las lanchas. Nació en Hiroshima, tenía 19 años en agosto de 1945 cuando la bomba atómica se abatió sobre la ciudad. Vino a vivir aquí y ahora tiene 85 años. Maldice al monstruo que insiste en condenarla a sobrevivir y que esta vez fue bondadoso con su marido, Kio Miura, de 88 años, quien murió ahogado en su cama. Hirumi Memoto no deja de repetir: “Nunca debí nacer”. Son dos vidas que se abrieron y se cerraron con dos hecatombes; son la parábola fatal de lo que el país empieza a considerar como una misteriosa condena colectiva. La población golpeada por el tsunami ve la situación como una farsa cruel.

Las radioemisoras siguen transmitiendo relatos de personas que cuentan cómo se salvaron, de técnicos que aseguran que todo está bajo control, de políticos que decretan el fin del estado de emergencia para las víctimas del terremoto. En lugar de eso, en Higashi Matsushima, como a lo largo de toda la costa, los hospitales no tienen medicinas y los médicos carecen de energía eléctrica. En la escuela primaria de Nobiru, 103 muertos esperan en el patio, mientras que al lado 467 sobrevivientes se encuentran acostados en el piso de los corredores. Setsuro Sugawara no suelta la mano de su hija de 16 años cuyo cuerpo sin vida fue rescatado hace tres horas del océano. Le dice: “Luché para que tu vida fuera mejor que la mía”.

La gente empieza a darse cuenta de que la franja costera de 7 kilómetros de ancho y 300 kilómetros de largo se convirtió en un inmenso pantano lleno de armazones de cemento. Ciudades y pueblos ya no podrán ser reconstruidos en el lugar donde estaban. Tres millones de personas se preparan para un exilio definitivo, una migración que trastornará a toda la nación.



(Traducción: Anne Marie Mergier)

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