4 de marzo de 2014

El expríncipe politiquero


 Reinaldo Spitaletta


                        


Los políticos son inevitables. Los politiqueros, también. Entre unos y otros hay diferencias sustanciales, que no son el caso de este escrito.

Por: Reinaldo Spitaletta
El cuento de esta columna, hoy, es el de un politiquero mayor, que dice tener el corazón grande (que puede ser señal o síntoma de enfermedad cardíaca) y la mano firme (al parecer, todavía no tiene el mal de Parkinson). Veamos.

Un politiquero -y hay ejemplos a granel en el gran potrero que es Colombia- aprovecha la desmemoria colectiva para presentarse, otra vez, como salvador (¿de su familia? ¿de sus intereses personales o de grupúsculo?...) o como mesías. El aludido, que hace doce años fue elegido por “la Far”, que a su vez habían elegido a su antecesor, da la impresión de cabalgar sobre la amnesia de la gente, que, como se nota, no toma gotitas para la memoria.

Pudiéramos tomar la frase “mano firme” como un eufemismo. Más bien, puede ser “mano dura”, y en este punto podemos empezar a desgranar la mazorca. El tipo entró pisando duro a los trabajadores cuando estaba estrenando banda presidencial. En el 2002, los castigó con una reforma laboral de infamia. Les mutiló horas extras y festivos; dijo que, en cambio, crearía empleo productivo, y todo resultó una farsa. El desempleo aumentó. Ah, y como si fuera poco, cerró hospitales públicos, al tiempo que otorgaba gabelas a empresas privadas de salud.

Muy grande fue su corazón con las transnacionales e inversionistas extranjeros. Hubo para ellos zonas francas, alivios fiscales, deducciones y otras caricias. Entre tanto, la mano dura era contra las protestas indígenas y campesinas; contra los estudiantes y trabajadores. Todos el que su voz alzara en defensa de reivindicaciones y derechos era, según él, un “guerrillero de civil”, un “terrorista”, un aliado de la subversión.

Con todos los medios de información a sus pies tendidos, aprovechó para realizar campañas macartistas, declarar que no había en Colombia un conflicto armado interno, utilizar la propaganda para sembrar odios e irrespetos contra el pensamiento crítico, y promover la opinión única: la suya. En ese campo, florecieron las “chuzadas” del DAS a periodistas independientes, magistrados y opositores; fue común la exaltación de delincuentes que, según el príncipe, eran “buenos muchachos”. Armó autoatentados (como uno en Barranquilla), compró la reelección, repartió notarías como si fueran sancochos o aguardiente, y estuvo mudo varios días cuando perdió un referendo.

Su huera fraseología de “contra la politiquería y la corrupción” (dos vicios que se robustecieron en sus ocho años de gobierno), la empleó para privatizar empresas estatales boyantes, como Telecom, a la que borró del mapa, acabó con el Seguro Social para privilegiar a grupos financieros que impusieron la salud como un negocio.
Nunca antes de su gobierno, el desplazamiento forzado había crecido a magnitudes apocalípticas. Llegar a tener en el territorio más de cuatro millones de personas expulsadas por los actores del conflicto armado, fue una vergüenza, sobre todo cuando se privilegiaba en el presupuesto nacional la llamada “seguridad democrática”, que le dio vuelo al paramilitarismo. Ah, y sin contar aquí los más de mil asesinatos cometidos por el Ejército, para hacer pasar muchachos sin trabajo como guerrilleros. Los falsos positivos son otro baldón de su gobierno autoritario.

El privilegiar con subsidios a latifundistas a través de Agro Ingreso Seguro, es otro de sus “pecadillos”. Y eso por no recordar, por ejemplo, cómo fue asesinado en Barranquilla el profesor Alfredo Correa De Andreis, o el alcalde de El Roble, Sucre, Tito Díaz, al tiempo que sus asesinos eran premiados con cargos diplomáticos por los buenos oficios prestados al señor del “corazón grande”.
Sí, corazón grande para premiar a las corporaciones extranjeras con los tratados de libre comercio (que él promovió hasta la saciedad, como aplicado acólito de Washington), a las transnacionales de la química farmacéutica, a la gringada para que estableciera bases militares en territorio colombiano, su rastrero apoyo a la invasión de Irak… Y mano fuerte contra los trabajadores de la salud, contra los obreros de la caña de azúcar y la minga indígena, por citar solo algunos casos de persecución.

Parece no haber sido suficiente que lo reciban a tomatazos y huevazos en algunas poblaciones. Ni que haya gentes que, en las manifestaciones electorales del expríncipe, le recuerden sus tropelías. Está arriba en las encuestas. Por ahí, en cualquier esquina, se preguntan si es un caso de masoquismo o de seguir navegando en las aguas del olvido.

Tomado de: elespectador.com, 03/03/2014

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